ENSAYO


RETÓRICAS DE LA VULNERABILIDAD. 
Rupturas del cuerpo en la escena contemporánea. 

Un espasmo inquietante y a la vez fascinante, un arrebato imprevisible que sobreviene y nos golpea, una de esas “violentas y oscuras rebeliones del ser” –tal como las describe magníficamente Julia Kristeva– que viene de un afuera o de un adentro exorbitantes a desplazarnos fuera de lo pensable, de lo posible, de lo que podemos tolerar… De la abyección que es el doblez de lo sublime, de la cristalización de esa humillación obscena, autosacrificial, nace un cuerpo diverso, desgarrado, inexacto, cuya verdad no está relacionada con la mímesis sino con los afectos que lo inflaman y el sufrimiento que le infligen. Cuerpo intensivo y quebrantado que se convierte en pura imagen sobreviviendo trágicamente a una vivencia. Cuerpo que ya no es predecible ni controlable a través de la voluntad, que sólo puede surgir de esas tensiones inmanentes que someten la carne hasta desbordar su superficie deformando o esfumando su aspecto de manera brutal.

Porque más allá de lo biológico el cuerpo a veces da un rodeo y se sitúa en ese límite esquivo en el que la intensidad de las sensaciones parece sobrepasar la capacidad humana de la sensibilidad, el teatro siente el deber de rescatarlo, de actualizarlo y ofrecerlo para hacer despertar de su letargo a quienes lo contemplan. Porque si, como sugiere Lyotard, el ánima sólo puede llegar a una existencia plena cuando es dolorosamente violentada a través del asombro que proporciona la Otredad, si de otro modo acaba irremediablemente aniquilada, entonces tanto exceso de horror y de belleza, de escandalosa e injustificada extrañeza, de intrigante aprensión, no constituyen más que el síntoma impulsivo de un teatro que, entendiendo la negatividad como una fuerza, busca desesperadamente una supervivencia tremulante para su reafirmación vital.

Pensar el cuerpo desde la ruptura es ante todo apartarlo de su zona de confort, es separarlo de la anécdota como significación de la historia, desplazarlo de su centro ontológico como punto de equilibrio en su relación con el mundo y con su propia identidad. Reconocer su crisis es también aceptar la rebelión anatómica, la atomización de la epidermis que permite aflorar la insurrección interior. Y en ese devenir inesperado, producto del resurgimiento impulsivo de todo aquello que se encontraba censurado en las profundidades del ser, asumir la desaparición de la unidad orgánica en beneficio de un cúmulo caótico de intensidades que estalla en superficie con un lenguaje cargado de torsiones y disgregación, como si el cuerpo de repente se sintiera obligado a abandonar su aspecto ordinario, a volverse sobrehumano para intentar comprender, desde esta nueva condición anómala, los fundamentos de su fragilidad.

Ser vulnerable implica admitir la posibilidad de ser herido, pero también asumir la contingencia del desgarro como una praxis necesaria, un reclamo ineludible de la contemporaneidad que nos exige transitar por los dominios del equívoco, por esas fronteras pantanosas que circunvalan de manera conjunta las pasiones y las carencias. La experiencia de la vulnerabilidad nos condiciona porque evidencia nuestra interdependencia mientras nos insta a mover nuestros límites, a desestructurar lo razonable y consentir la alteridad. Entender esta práctica como una retórica, es decir como un verdadero “trabajo del lenguaje” mediante el cual la imagen corporal es capaz de operar una crítica de sus propios clichés (Benjamin) presupone introducir un exceso, un desbordamiento que atestigua el rebuscamiento de un significante que vive en permanente proceso de vaciamiento.

Las retóricas de la vulnerabilidad son ejercicios inclasificables que generan suspense, desconcierto e incomodidad, y simultaneamente extrañamiento y admiración. El giro retórico introduce un elemento desestabilizador que subleva la estructura del cuerpo hasta transformarlo en acontecimiento paradójico, cuerpo sin órganos que muestra sin tapujos las cicatrices de un sufrimiento que no puede expresarse con gestos codificados ni palabras preconcebidas, cuerpo transitorio que se caracteriza por su forma inestable a partir de un conjunto de vectores y gradientes, desplazamientos y umbrales.

Transitar esta complejidad implícita de la corporalidad indagando en las estrategias retóricas de algunos de los creadores más importantes de las últimas décadas significa abordar una dinámica operativa cuyos parámetros son tan confusos y flexibles que rebasan toda catalogación. Sin embargo el esbozo de unas categorías pragmáticas puede resultar pertinente para diseccionar las implicaciones, los apareamientos y las resonancias internas que impulsan los diferentes estadios corporales y las condiciones de su visualidad.

Usurpado por la crueldad –en su sentido artaudiano– y por la perversión –en su sentido de extravío, de perdición–, atravesado por el sacrificio, la enfermedad, el trauma o la desmaterialización, el cuerpo inerme se presenta en escena como una superficie lábil y porosa que nos reenvía una y otra vez a nuestras propias crisis y latencias, enfrentándonos a nuestras dudas más íntimas, a nuestras obsesiones más recurrentes. Entonces, como espectadores nos sentimos violentados y molestos, comprometidos ante aquello que, por abrumador, se vuelve insoportable. Nuestra integridad estalla ante la virulencia de semejantes fuerzas extranjeras de transfiguración. Estamos entumecidos por esa postración inesperada del sentido, desnudos ante una tempestad que nos somete sin remordimientos, nos atraviesa, nos rubrica. Y nos sentimos infinitamente vulnerables, desesperadamente impotentes porque, ante la negativa de continuar representando el dolor de manera engañosa, el teatro contemporáneo asume el desafío de hacer presente lo inconcebible con ayuda del cuerpo, que es la memoria viva del dolor experimentado, la manifestación tangible de ese pliegue fantasmático que posibilita el eterno retorno de nuestras impresiones más intensas.


Martina Tosticarelli
Paso de Gato, 2017.